domingo, 9 de agosto de 2009

Estela y yo hemos pasados horas enteras divagando sobre la idea de "amor" y de su estado volátil: "estar enamorada". Cada vez que la escucho llorar por el mismo sujeto de su querencia desde hace tres o casi cuatro años, me digo y le digo: ¡qué güeva! Sin embargo, es mi amiga y la quiero. Yo también estuve enamorada de ella los mismos años. Y a diferencia de ella o él, mi estado volátil me hacía llevarle flores, unicornios y todas las cursilerías posibles. Alguna vez le escribí un poema. Le regalé mi libro favorito El ángel del poema de Vicente Quirarte y El dolorido sentir de Rubén Bonifaz Nuño. No sé cuántas veces lloré frente a ella y, otras tantas con Lizy en mi naufragio amoroso: Estela jamás me correspondería de la misma manera. Soy un ser transparente. Muchas veces fui objeto de mofa entre sus compañeros de oficina. A veces sentía esa incomodidad de quien se siente desposeído de algo que jamás tendrá. Mi estado volátil concluyó. No sé cuándo ni cómo dejé de sentir ese nervisiosmo que me caracteriza cuando alguien me importa. Lo único que sé es ambas tenemos una amistad sólida. Y a veces, sí, las más de la veces actuamos como si fuéramos una pareja amorosa reclamando su tiempo y su espacio. Todos estos años suman una sola palabra "intimidad". Eso que es tan difícil de lograr en el otro. Ese espacio de diálogo constante con uno mismo y con el otro en voz alta. El viernes pasado me conmovieron sus palabras, luego de una larga conversación donde yo le exponía mis males físicos; ella entonces me pidió que extendiera mis manos y las tomó y me miró a los ojos y dijo que me quería. Es la primera vez que sus palabras me conmueven hasta las lágrimas y no su mal genio. Creo que hay un balance. Sé que yo la he acompañado en los peores momentos y situaciones, como ir a dar el pésame por ejemplo o en sus crisis emocionales. Es la primera vez que me siento acompañada y eso me hace muy feliz. ¡Saldremos adelante!
El hombre de la sonrisa ladeada

-¿A quién observas?- me interroga sorprendida y se acerca al ventanal. Ella observa conmigo por segundos. Un grupo de hombres se despiden a lo lejos. Dos se marchan a pie mientras uno permanece estático y sonriente.
-Aquél. Lo he visto antes, el del bigote ralo, pero no recuerdo su nombre.
-¿Su nombre o su sonrisa?
-Su sonrisa.

Era un día extraño, tan atípico como aquel hombre en el estacionamiento semivacío. El olor a tierra húmeda era penetrante y la luz áurea sobre los charcos de agua se refractaba en la superficie oblicua y cristalina del Instituto. Anocheció lloviendo. La mañana fría y todavía nublada empezaba a despejarse. Crucé despacio y sin prisa por el empedrado y los jardínes hasta llegar a la avenida. El vértigo me atrapó al tratar de esquivar los charcos. La luz se dimensionó. Inmóvil. El cielo estaba sobre mis pies. No había nubes sólo un color. El olvido.

El hombre del estacionamiento semivacío.

Ella era su mujer. La mujer joven y atractiva que suele recibirme cada mes en su oficina. La mujer que se inventó una historia. Una vida sin él. Llevamos una vida juntos me decía cada vez que se acercaba para acariciar mis cabellos lacios. El hombre del estacionamiento semivacío portaba un traje negro, camisa blanca sin corbata. Sus gestos afables lo hacían parecer un hombre feliz. Su sonrisa es una constante. Llevamos una vida juntos concluía.

La mujer del hombre del estacionamiento semivacío.

Ella era su mujer. Lo intuí desde el principio. La verdad y la mentira formaban parte de un delicioso juego seductor. Lo más increíble resultaba cierto. Esa era su apuesta. Su triunfo.
Su triunfo: ver mi cuerpo fragmentado acercarse poco a poco hasta conseguir su unidad. La ilusión. Mi paso por los cristalinos muros del corredor hasta llegar a su oficina. El encuentro. Su puerta invariablemente entreabierta y su silla giratoria en movimiento. Ella entonces me sorprendía con la urgencia de un abrazo. Con la historia que repetía conformen avanzaban las caricias. Llevamos una vida juntos decía. Me gusta tu cabello lacío, él ya no tiene. Nunca le pregunté por el nombre ni su edad. Él tiene una mueca graciosa cuando sonríe. Ladeada. De hombre enamorado.

Lo observamos a través del vental. Su edad sumaba los años míos y los de ella. Sí, llevamos una vida juntos. Toda una vida. Los tres.

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