viernes, 12 de febrero de 2010

Esther Seligson
José Ramón Enríquez

Era difícil Esther Seligson. Entrañable pero difícil. Estaba tan acostumbrada a la ignorancia de los jóvenes cuanto dispuesta a vencerla con su palabra, pero no soportaba la necedad ni esa petulancia de quien se siente exento de obligaciones en el terreno de la cultura. Su poesía, sus ensayos, su conversación toda exigían atención e inteligencia. Si para Cioran "un libro debe ser un peligro", para Esther traducir al pensador rumano fue una aventura espiritual de tiempo completo.
Sus investigaciones sobre la Kabbalah no eran el escarceo de una dilatante sino la entrega profunda de quien busca la Totalidad. Puedo afirmar sin miedo a equivocarme que Esther Seligson era una mística con todo lo que la palabra misticismo supone y exige. Hablé con ella suficientemente de Dios como para saberlo y viví cerca de ella momentos de dolor tan profundo y reacción tan genuina como para testificarlo. Alejada de las ortodoxias que se vuelven totalitarias e hipócritas, sabía de la fe y vivía rostro a rostro con la misma Presencia en la que ahora se encuentra idéntica y sonriente.
Nos entendíamos bien desde mi fe y la suya. La honestidad y la apuesta por vivir lo que la Vida tiene de inefable superan cualquier frontera teológica, y demuestran que la teoría no es más que la expresión en el lenguaje de una experiencia que lo trasciende todo.
Pícara, carnal, táctil y dulce, para ella el ser humano precisaba de un abrazo de un otro, y mucho de la catástrofe que vivimos, indiviudal y colectivamente, se debe a esa carencia de una otredad que nos dé su ternura.
No soportaba la prostitución en el arte, sobre todo en el teatro, que era su pasión, y no perdonaba la superficialidad que llena los escenarios. En El teatro, festín , al ir formulando preguntas fue enumerando los linderos múltiples del teatro para después definirlo:
"El teatro es ¿eterna búsqueda del misterio de la condición humana?, ¿incansable enfrentar los designios de los dioses?, ¿confrontación de modelos culturales y sociales para romper con ellos, perpetuarlos, rescatarlos?, ¿espejos de una identidad, ¿expresión de los dominios invisibles del hombre? Como la vida, la esencia del teatro es inapresable, un camino siempre virgen, un encuentro siempre terrible y salvaje con lo divino, porque divino es todo acto creador".
Es decir, Esther veía en el teatro un camino para la santidad y así lo explicaba al hablar de Grotowski: "Se trata de una santidad laica, así como de un teatro que tiende a la sacralidad sin ser necesariamente religioso". Por eso del actor esperaba tanto y por eso fue fundadora y maestra apasionada del Centro Universitario de Teatro de la UNAM. También por eso los chavos del CUT están desolados. Han perdido a quien creía en ellos y les exigía:
"El actor "santo" no se entrega al mejor postor; no se exhibe, no es autocomplaciente ni narcisista, no acumula trucos ni recetas para actuar, sino que trata de eliminar los obstáculos que su cuerpo opone al desarrollo y a la manifestación de su vida interior, de sus procesos psíquicos; no se conforma con la maestría adquirida sino que está siempre dispuesto a ir tras nuevas posibilidades, a empezar".
Entiendo la desolación de quienes se han quedado sin ella, pero no la comparto. Al igual que cuando hablamos sobre Adrián me dijo, sin retórica, que los dos sabíamos que él no se había ido, y tenía razón, así puedo yo decir a mis posibles lectores, sin retórica alguna, que Esther no se ha ido, y tengo razón.


*texto publicado en la columna: Pánico escenico, Reforma.

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