Las flores que mamá ha plantado aparecen en mi sueño. Ellas las riega y yo la observo. Mamá me dice que en efecto, ayer por la noche estuvo regando las flores del balcón. Mi mi conexión con ella trasciende. Me inquieta. Me inquieta pensar en el futuro sin ella, sin su presencia real. El universo onírico es fascinante, pero tengo una suma de interrogantes que en los sueños, nadie puede contestar. Vidas paralelas. Una transcurre en el día, en las horas de cotidiana labor; otras, las otras trascienden el tiempo y el espacio: justo ahí, no sé por qué estoy ahí, en la escena de un capítulo más, que he de vivir al filo de la realidad y con los ojos cerrados. Recuerdo también los lunares del cuello, aparecieron en un sueño que me inquietó --nunca antes los miré, no había rostro, sólo un camino que seguía mis manos por su piel, contándolos, hasta llegar a su boca--. Justo cuando la intimidad hizo propicia la ocasión de despertar a su lado, observé la forma de esos lunares, no tenía dudas, era la mujer de mi sueño, era la Griega. Y esa mañana, al levantarme de la cama, pensé en el destino. Era mío. Ese momento era mío. Me pertenecía. Desde entonces, soñarla con los ojos cerrados, abrirlos y mirar sus lunares como en mi sueño, era como haber estado en vigilia, y dormir, y seguir despierta. Y no entender. Algo así. Era fascinante salir del sueño o entrar en él.
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