lunes, 26 de enero de 2009

Tita
Una mañana de domingo se antoja para quedarse envuelta en las cobijas de algodón. Abrazar la almohada. Dormir. Soñar. Despertar con la suave caricia de Tita. Sus dedos tratando de poner orden a mis cabellos revueltos. Sus dedos deslizándose sobre mi rostro. Sus dedos hormigueando por mi cuerpo hasta lograr el abrir de mis ojos. Le digo que no quiero levantarme. Agrego que estoy convaleciente de un resfriado. Ella entonces sonríe. Quédate en la cama. Descansa. Y me da más besos. Me vuelve a cobijar. Pregunta por lo que voy almorzar. Nada. No quiero comer. Quiero dormir. Dice que debo alimentarme bien. Y seguir un tratamiento médico. Apaga la luz. Una mañana de domingo se antoja para quedarse con ella, mi tita.
Me dio gusto verla. No tengo idea del tiempo que dejé de mirarla, pero cuando estoy con ella es como si todo ese lapso hubiera transcurrido en otro espacio. Mi tita me trata como si fuera su hija. La hija que no tuvo porque no se casó. Como si fuera su hija porque ella me cuidó cuando mamá no podía hacerlo. Los domingos siempre eran especiales. Ir a misa era todo un ritual. El ayuno. La comunión. La Sagrada Familia. La colonia Roma. Mis arraigos. Mis afectos están ligados al pequeño universo infantil del que ella, sin duda, fue artífice. Una mujer justa. Piadosa.
Tita vivió una larga temporada en nuestro hogar justamente cuando yo empeza la adolescencia. Y recuerdo bien, que los primeros cigarrillos, los fumaba en su habitación a escondidas de todos, inclusive de ella. Nunca me descubrió con papá ni siquiera cuando me cachó a la media noche escuchando a Scorpions a todo volumen en su estereo. Su rostro no delataba enojo ni sorpresa. Quizá un poco de resignación. Esperaba a que terminara la rola y apagara mi cigarro. Jamás hubo un regaño mucho menos un castigo. En cambio, cada fin de año había un gran regalo para mí. Un diccionario. Un libro.
Tita lloró mucho cuando papá murió. Era su hermano mayor. Tita regresó esta mañana de domingo a casa. Tita tiene un pedazo de mí.

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