domingo, 4 de abril de 2010

Des-encuentro(s)
Un incidente tan minúsculo, tan insignificante disparó la ira, mi ira infantil. Esa emoción tan asfixiante... Tiene nombre, tiene rostro. Y debo empezar a trabajar, a elaborar este aparente sin sentido.

Carretera. Viaje. Lugar. Retorno. Maleta. Libros.

Mis libros. Por qué siempre he de viajar con una pila de libros, a veces los mismos. Aunque debo reconocer que tengo una extraña obsesión por la lectura, por libros recién editados, por las pastas gruesas y las hojas finas. Porque encuentro un placer al tocarlos. Al subrayarlos. Al escribir en sus márgenes como si intentara reescribirlos. Algo así. Estos libros, los de la bolsa azul son todos nuevos. Lo eran. Ahora van de regreso junto con la libreta de notas.
*
Mamá no se cansa de darme siempre las mismas indicaciones. Su bendición. Eso me hace sentir protegida, otras tantas debo confesarlo, me he sentido muy tonta como si no pudiera hacerme cargo de mí misma. Y entonces, justo ahí aparecen ellos, mis hermanos mayores atentos a tantas observaciones como si me marchara por meses y fuera una completa incapacitada, inclusive hasta para cargar con mi maleta. Eso pasó hoy. La maleta llevaba lo mismo de siempre: mi ropa limpia, jabones de pasta y polvo y shampoo. Películas que no vi. Medicinas. Mi cámara fotográfica. Nada que no fuera lo de siempre. Y la reservas para la noche. Mamá siempre insiste en el peso de la maleta y en que mi hermano debe cargarla. Mi hermana jamás ha se ofrecido a ayudarme en nada. Y entiendo perfecto que nadie puede ofrecer lo que no puede o no quiere. Así que yo insisto en cargar mis cosas. Son mías le digo a mamá mientras mi hermano se aleja. Tu bendición mamá, tu bendición. Eso es sólo único que necesito. Y la abrazo.

El incidente llegó después del largo caminar siguiendo su huella, hasta que apareció el camión. Te subes o te quedas sentenció. Me quedé en la carretera absorta. Enojada como cuando niña. No sé cómo arribé a la siguiente estación de autobuses. Compré mi boleto y subí y justo ahí estaba él. Mi hermano mayor sentado leyendo el periódico, me miró con dureza: atrás hay lugares. Alcé los hombros y seguí al fondo. Ahí estábamos los dos otra vez. Los dos. Ahí estaba también un viejo pasaje infantil nuestro. Tan familiar.
*
Tan familiar fue irme a sentar al rincón como niña regañada. Ese espacio reconocido por años también se trasformó en un instante. Quedé en medio de dos jóvenes. Y la conversación no se detuvo hasta que llegamos a la ciudad. Fue como subir a la montaña rusa: risas, chistes, alegría. Concepción es vecina de la comunidad y Gil es un joven poblano avencidado en la Lagunita. Un diálogo respetuoso y franco. Casi mágico. Ninguno de los tres intercambíamos números telefónicos --hay algo de mágico en esos encuentros fortuitos que nos alivian el espíritu--, tengo en cambio sí, sus miradas alegres y ese nuevo saludo en lengua indígena: K'imi!, k'imi.

2 comentarios:

Isabel dijo...

Hola, te acabo de leer. Qué alegría encontrarte con letras frescas, recientes, palpitantes.
Te dejo un abrazo con el dejo de nostalgia que me dejaste en tus letras.

Isabel dijo...

Ay Susana, no firmé mi comentario, pero bueno fui yo la que te escribe. Otro abrazo. Cándida

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