viernes, 7 de noviembre de 2008

Dalia apareció ayer justo a la mitad de la clausura del seminario. Le pedí que se acercara a mí. Su rostro sin maquillaje, al natural. La mirada clara. Luminosa. Respiré. Suele aparecer en los momentos menos indicados, pero esta ocasión, de manera colectiva, era un día de fiesta. La conclusión de tres meses de reflexión sobre la diversidad cultural de los pueblos originarios del DF en un sitio de lo más conservador. Fue un triunfo. Al término de las felicitaciones y los buenos deseos entre los miembros del seminario, nosotras salímos del Instituto. Planeamos ir a la ópera. Sin embargo, el deseo de conversar nos ganó. Caminamos una y otra vez para quitarnos el frío. Compartimos un cigarro. Como compartimos una larga conversación sobre el silencio. Sobre el Ser. Cada que la percibo con esa lucidez me siento afortunada de ser su interlocutora. Del diálogo. De la argumentación. De la respuesta abierta. Del tiempo.

Nos metimos al carro y la charla siguió. De inmediato, sentí como todo daba vueltas a mi alrededor. Y no, no estaba temblando. Estábamos en CU, difícilmente se perciben los temblores. Respiré hondo. Era un episodio de mi vértigo giratorio. Me tranquilicé y la miré con cierto humor, recordé la primera vez que el piso se me movió así, caminaba al lado de La Griega, entonces creí estar enamorada. Y bueno, Dalia no es precisamente una mujer de la que me pudiera enamorar. Y me reí mucho. Mucho mientras ella seguía hablando.

Dalia es un ser tocado por la razón. Hay tanta rapidez en sus pensamientos. Es analítica. Y también es una mujer amorosa siempre dispuesta a dar algo de sí. Sé que me mira como una hija. Yo la miro como una mujer única. Inconfundiblemente border.

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