lunes, 2 de noviembre de 2009

Hace días que un ligero mareo me hace recordar el principio de mi vértigo. La cita primera. Instalarse en el corazón de la Universidad. Cruzar su campus. Mirar de reojo sus murales. Caminar a paso lento por las islas. Todo pasó con ese sobresalto placentero en el pecho. La respiración agitada. Pero, ella no debía notarlo. Y justo, cuando pasábamos frente al Jus Semper Loquitur, comencé a sentirme ligera: el empedrado volcánico a mis pies empezó a deslizarse con suavidad, hasta que sentí una gran sacudida giratoria. Ese momento fue angustioso. Al principio pensé que se trataba de un terremoto. Mis ojos se clavaron en la gente. Sus movimientos. Sus rostros. Pero, nada. No había ninguna señal que indicara que algo en el exterior estuviera fuera de lo normal. Entonces esta súbita oleada de sangre en mi cabeza. Este trastorno. Mi vértigo tenía un rostro propio: la hoster de la Azul y Oro. La joven a quien solía contemplar desde mi oficina. Era como tener un pájarito en una enorme cristalera. Su silueta perfecta de una lado a otro. A punto de volar. Ella siempre supo que yo la observaba. También conocía mis horarios. Un día le dibujé un corazón en la ventana y le arrojé un poema: la hoja. A la mañana siguiente, me armé de valor, le propuse salir. Entonces me preguntó si tenía auto. Antes de que le diera mi respuesta, dijo que la esperara, que ese mismo día iríamos a dónde yo quisiera. Era esa sensación de felicidad desbordada, lo recordé. Acerqué mi cuerpo al de ella y la tomé del brazo. Ella también estaba nerviosa; nos detuvimos para comprar cigarros. Seguimos por Copilco y nos quedamos solas en un jardín público. Lo demás fue parte del torbellino amoroso. Ahora, cada vez que siento este mareo, me relaja pensar que alguna vez estuve enamorada. Tan enamorada.

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