lunes, 7 de diciembre de 2009

La novela ya no es el espacio de las grandes verdades con Dios (Tolstoi) o sin él (Mann) ni el lugar de lo real (Balzac) o de la ilusión de lo real (Flaubert); no es tampoco el lugar donde la irrealidad encarna en su forma más aterradora (Kafka) o el lugar donde esa conjetura que es lo real se afirma y niega simultáneamente (De Lillo). La novela es todo eso y es mucho más.

(...) Hoy la religiosidad, ese sustituto de aquello que da sentido a un mundo material y vacío de valores, se expresa a través de formas laicas y eclécticas. Con el mismo fervor supersticioso con que antes se creía en la salvación del alma hoy se cree en el poder de los cuarzos, en las flores de Bach, en las píldoras de pragmatismo incluidas en los manuales de autoayuda; al mismo tiempo que se es católico apostólico y romano: situación que hace apenas tres siglos hubiera terminado en la hoguera. La desadaptación, esa enfermedad que tiende a ser curada a través de la globalización de los deseos, se combate mediante una suerte de ortopedia de las emociones: hoy estamos obligados a ser felicies, y la única forma de expresión social aceptable de las emociones es la euforia.

El decreto de la felicidad y libertad como otras tantas formas del consumo ha llevado al ser humano alienado del mundo externo a convertirse en un extranjero de sí mismo. Los remedios (y la manera de administrarlos) de la era New Age no son sino síntomas de la propia enfermedad creada. ¿Por qué si la modernidad y las democracias han producido individuos más libres ésos necesitan de cada vez más métodos curativos?

Hoy, escritores como Amin Malouf se preguntan si la propia idea de "totalidad", de "identidad" y, por tanto, de "individuo" no fueron una más de las ficciones de la era modera. Encuentro esas mismas preguntas en obras de autoras como Carson Mc Cullers, Jean Rhys, Patricia Highsmith, Alice Munro o Margaret Atwood, y no me extraña que una problemática que tiene como centro la identidad sea tan recurrente en quienes han sido definidas como el "segundo sexo".

Es paradójico que una época tan narrativa, donde se consumen a todo hora, a través de los medios, tantas historias, la supervivencia de la novela sea puesta en tela de juicio. (...). No obstante, es innegable que los totalitarismos han sido el enemigo más encarnizado del arte, y el de mi generación es el mercado. Desde su sinuosa palestra dicta sus normas, rige la elección de temas y lenguajes, uniforma (o prentende hacerlo) modos de sentir. Hoy un editor espera que una novela "trasmita" del mismo modo a todo tipo de lectores. Eso es la globalización. Y la vigencia de un autor está sujeta al número de ventas y a su inserción en un canon que construye expectativas a priori. Es ahí donde veo el riesgo, el verdadero enemigo de la novela como arte y como descubrimiento.

En una época que descree de toda verdad filosófica e histórica, y que apuesta a la ciencia no como herramienta de conocimiento sino como un instrumento útil a la milicia y el poder, veo la novela como una de las únicas verdades que no han podido ser minadas. Como el reducto de la imaginación y el placer. En mi caso, no es conocimiento de lo real lo que nutre mis novelas, sino al revés. Mis únicas certezas sobre lo real parten siempre de una novela.

La máquina fabuladora
Rosa Beltrán

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