miércoles, 29 de octubre de 2008

¿Luz, sabes quién es el autor?
...estaba triste otra vez, desilusionada de sí misma, empobrecida por lo que había pasado con Bodo. ¿Por qué no fue capaz de pedirle que se fuera? ¿Por qué aceptó vivir algo que a ninguno de los tres hacía feliz?
Pero se sentía enamorada de Gregorio y por eso, por encima de su tristeza, sonreía. Esa noche durmió con él, los dos solos. Bodo se quedó borracho otra vez en la sala, cubierto con una cobija que Julia le puso encima como si hubiera sido su hijo.
Gregorio la tomó a ella de la mano y la llevó a la recámara. Fue una sorpresa que se portara así. Y no era por el alcohol. Estaba sobrio. Una ternura muy humana, de hombre terrenal, lo envolvía y lo saturaba. Él mismo acabó por rendirse a aquello. Se rindió a la animalidad de Julia, al ardor intoxicante que se desprendía de su cuerpo. Se rindió al placer de sentir cómo su lengua se abría paso entre los labios de ella, cómo se apretaba contra el filo de sus dientes. Y ella lo desvistió y se puso a acariciarlo con toda su piel, lentamente, sin pensar en lo que seguía después, extraviada en una especie de hervor pasivo, interior.
Pero él no quería esperar ni quedarse quieto. Él también ansiaba besarla toda, contemplarla, dejar que su memoria tomara instantáneas de ese encuentro para cuando ya no hubiera otro, para cuando sólo quedara eso --los registros mentales-- en medio de una oscuridad ya sin fin.
La acomodó sobre la espalda y después boca abajo, sobre un costado y sobre el otro, desmadejada, con las piernas abiertas y luego juntas, con los ojos entornados, mirándolo. Así hurtó su memoria todo cuando en ese instante era ella: su boca entreabierta, la curva de sus brazos, los hoyuelos de sus rodillas y la lisura de sus piernas, el molusco inflamado que babeaba entre vellos serpentinos y herbosos. Julia era una mar honda y secreta y en su interior habitaban pulpos, medusas eléctricas, peces de muchos colores que respirban un agua suave, proteica.
Después de mucho tiempo, se entró en ella. Se entró conmovido hasta lo más hondo, estremecido. Tuvo la certeza de que sólo cuando llegaba al interior físico de Julia, cuando lograba abismarse en ese alvéolo de calor y voracidad y ardorosa ternura, podía conectarse con los circuitos de poder de su propia alma, con su destino, con lo que había sido en una oscura infancia, antes de todo lo triste y todo lo sucio.
Y Julia lo recibió así, sabiendo esto de alguna manera. Lo quería. Se lo dijo, se lo dijo tantas veces en esos momentos. Se lo dijo en el odído, en el pecho que se mordía quejumbrosa. Habría hecho todo por él, lo que él le pidiera. Así era el deseo de ese hombre maravilloso: una fuerza capaz de vencerlo todo, un filo de espada contra el cual se desgarraban la soledad, la derrota, el miedo, la inercia. Ni siquiera la memoria con su arrastrar de cadenas podía hacerle frente. El deseo de ese hombre era una llama que alcanzaba todo.
Julia sentía un temblor de fiebre que empezó a nacer en lo más oscuro de su carne, fulgurante, y fue creciendo, sollamándola, hasta convertir su cuerpo en el látigo que un brazo invisible hacía estallar una y otra vez en espumarajos de cólera. Arrebatada, ebria, le pidió a Gregorio que le mordiera los pezones mientras la tomaba. Él comenzó a hacerlo suave y cuidadosamente, como si sólo se valiera de los dientes para chupar mejor. Ella detuvo el movimiento de su pelvis y apartó a su amante para mirarlo a los ojos. En las pupilas dilatadas creció un anillo de negra luz. Una sombra atravesó el espejo y se perdió hacia lo más profundo, dejando la huella de un fulgor helado. No era su mirada, era otra, venida desde muy lejos.
¿¿¿¿????

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